domingo, 1 de enero de 2006

Venidos a menos

Humillados y excluidos, los integrantes de la familia Coleman pueden ser leídos desde las complejas claves de la literatura de Roberto Arlt o el cine de Luis Buñuel. Por Hugo Salas.

La omisión de la familia Coleman constituye un díptico. Una mitad, la primera, muestra el estancamiento de una familia en decadencia; la segunda, el comportamiento de sus miembros al avizorar la salvación individual. Como en muchos textos, el clan sirve aquí de alegoría social. La relación —acentuada en al puesta de Claudio Tolcachir por el espacio— la establece Memé al denominar la suya una familia “normal” a diferencia de la familia “tipo” de Verónica, confrontando así la norma, lo corriente, con el modelo ideal. En estos días, al parecer, la norma es la anormalidad, la sustancial perturbación de todas las convenciones (como corrobora Verónica al reemplazar “familia tipo” por la esclarecedora fórmula “más convencional”).
De hecho, es posible leer en la pieza la irrupción y el triunfo de esta norma de lo anormal sobre las convenciones en términos de invasión, una subversión que lejos del sesgo revolucionario que podría imputarle una lectura apresuradamente romántica, más bien señala el debilitamiento irreflexivo de cualquier reconocimiento del otro. El comportamiento de la familia en le sanatorio recuerda a los mendigos de Viridiana (Luis Buñuel, 1961), quienes a medida que se internan en la propiedad vedada (la casa señorial) no pueden sino destruirla, o a los extravagantes usos que dan a un vagón los protagonistas de La ilusión viaja en tranvía (Buñuel, 1953).
No obstante, los Coleman no son desposeídos, no es ese el grupo al que sirve de alegoría este extraño crisol de apellidos judíos, italianos y alemanes. Si bien sus condiciones presentes son de subsistencia, hay un indicio claro de un pasado distinto: la casa. No son lúmpenes, sino “venidos a menos”, siendo la abuela el último resquicio de un tiempo en que su economía estuvo en sincronía con la economía formal. Al definirse “la propietaria del cuerpo”, la abuela va más allá de su cuerpo; única propietaria de la familia (Verónica parece serlo sólo por vía conyugal), viven todos de ella, de ese pasado que en parte está muerto ya antes de comenzada la obra, como reconocerá Marito con su perturbadora clarividencia: “La casa se hunde, doctor. Y Memé no puede sostenerla, y Gabi y Damián se van, y Verónica no está, y la abuela está muerta”. Muerta en su productividad, es de la explotación de sus restos que sobrevive la familia, de su explotación y del remiendo (Gabi). Para hacerlo del delito sería preciso adoptar el paso a la marginalidad; mientras no tome esa decisión, Damián no pasará de cometer hurtos menores.
En realidad, antes que a los desvalidos de Buñuel los Coleman se parecen más a los humillados de Arlt. La pregunta, en todo caso, es cómo llegaron estos pordioseros de Buñuel o humillados arltianos (empleados que no poseían otra cosa que su fuerza de trabajo) a ser propietarios de algo, eso que ahora explotan para sobrevivir sin pertenecer más al grupo de los asalariados. Una hipótesis: los Coleman son los náufragos del proceso de movilidad social de la Argentina de los años cuarenta, conocido por el marbete despectivo que le dio la clase dominante, el aluvión zoológico. Su actual subsistencia pone en escena los últimos estertores de lo que en algún momento se pensó que podría llegar a ser la clase media (a la que pertenecen todos, Verónica inclusive), condenada otra vez a condiciones similares o más penosas que las descritas por Arlt en los años treinta.
Lo paradójico del caso es que esta coyuntura los dejó en una situación donde el comportamiento mezquino y desesperado de los desposeídos de Buñuel (de Los olvidados, 1950, en adelante) se entremezcla con el padecimiento fundamental de esa alta burguesía que nunca fueron ni llegarán a ser. Al igual que en El ángel exterminador (1962), la propiedad es la prisión, como deja entrever la abuela cuando reclama: “¿Por qué no me dejan hablar a mí que soy la propietaria del cuerpo?”. Ella no ha tenido posibilidad alguna, como le terminará ocurriendo a Verónica, de elegir si hacerse cargo o no de esa familia: la responsabilidad deriva de la propiedad como una cárcel, ya que el sistema deja en manos de los accidentales propietarios los costos de supervivencia (llamarlo reproducción sería exagerado) de toda una clase ahora innecesaria.
El destierro del sistema productivo formal explica la prescindencia del elemento masculino. Los hombres se encuentran entre la supervivencia (Hernán), la marginalización (Damián) o la eliminación (Marito), mientras que las mujeres pueden diseñar estrategias de mejoramiento, basadas mayormente en hombres (como en las fantasías paranoicas de Arlt). Hombres ausentes, a su vez, para los que cualquiera de ellas da lo mismo, equivalencia que explica la mudanza del afecto de Hernán: como él mismo señala, quiere “involucrarse”, oportunidad ya obstruida con Verónica; y contra lo que querría pensar la sentimentalidad melodramática burguesa, no elige a Gabi por “buena”, sino debido a su disponibilidad.
Ocurre que, como bien apuntó Masotta respecto de Roberto Arlt, entre humillados “todo complicidad termina irremediablemente en la traición”, traición silenciosa que, lejos del ominoso y heroico rostro del asesinato, se ha vuelto también ella mediocre, impersonal, adoptando una forma totalmente desapasionada: el abandono. Pero a esa traición, hay que decirlo, sólo tienen derecho quienes no tienen propiedad. Por ello Memé puede decirle a la misma hija a la que ha abandonado veinte años atrás: “No me podés abandonar ahora”, desnudando un estado de situación donde cualquier obligación para con el otro depende íntima y exclusivamente de la propiedad, dado que el acceso a la misma se le confiere a pocos con el único fin de garantizar el orden social. Que Verónica tenga algo asegura que, por su inmediatez, sea ella el único blanco contra el cual termine dirigiéndose el ataque de sus pares, los Coleman; incluso que melodramáticamente ese ataque parezca merecido, mientras los verdaderos beneficiarios de su miseria quedan por completo fuera de escena, inmaculados, a salvo de cualquier nuevo aluvión zoológico. ■ PUBLICADA EN EL NÚMERO 25

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