domingo, 17 de mayo de 2009

¿Desde dónde vemos?

Por María Pia López

Autodefinida como “no crítica teatral”, la autora propone que la diferencia entre un profesional del análisis teatral y un espectador es sólo una cuestión de dosis: ambos no hacen otra cosa que poner en juego sus propios recursos.

El gusto no es la expresión de una autonomía electiva, o de alguna apreciación espontánea. Es la aplicación fervorosa de un conjunto de criterios. Los que no somos críticos, sino espectadores meramente, solemos reducir la compleja variedad de motivos, ideas, sensaciones que una obra produce, a la asunción del juicio personal: “me gustó”; “no me gustó”. Que puede ser matizado con pausas, tonos y gestos. No es lo mismo un “no me gustó” enfático, con la cabeza en movimiento, que el que se emite después de un silencio que indica duda sobre la justicia de esa sentencia última. “Me gustó Cáucaso.” Espectadora desprovista de saber sobre la tradición teatral: no sé si se trató de ese modo la relación noticia y dramatización. También espectadora ingenua: la voz en off, en su ambigua indecisión –que bien podría ser vista como una deficitaria resolución de su lugar en la obra– me resultó fundamental, necesaria, inteligente.
¿Qué es “me gustó Cáucaso”, cuando el saber en juego no es el de la crítica? Demasiado fácil resultaría embestir, una vez más, contra la crítica. Es casi un juego de niños hacerlo. En especial, contra la idea de que una obra pueda sujetarse a un canon cuantitativo de atribución de méritos y a una serie de consejos útiles al espectador. Pero interesa más otra cosa: la crítica en su destino de ser atrapada, de ser negada o impedida. De ver, exactamente, lo que ya suponía ver antes de verlo. Por ejemplo, una obra de un “gran” director, con “grandes” actores, y un fortísimo texto como punto de partida, ¿no nos solicita un esfuerzo más para valorarla, pese a lo que transcurra en la escena, que el esfuerzo que nos solicitan los recién iniciados en la actuación o en la dirección? La crítica no es ajena a esas amabilidades con los prestigios ya adquiridos, amables tratos con la tradición o con la institución. La que se escribe en los periódicos, además, sufre sobre sí la coacción del espectador: de algún modo se reconoce en los planos del sentido común, para ser reconocida como voz confiable. También esa negociación con el gusto de los otros, es un diálogo con la tradición. El gusto proviene de lo ya adquirido. De lo que se sabe. Pero el teatro no es sólo aplicación de la herencia que las generaciones pasadas han dispuesto; es también experimentación, juego, invención. A veces se inventa lo mismo que se había heredado, a sabiendas o sin saberlo. Otras, algo que lo convertirá en hito o hiato.
El “me gustó Cáucaso” del espectador no es menos rígido que el del crítico. No está menos tomado por el pasado ni por la tendencia social a la homogeneidad. No hay ojo que pueda ver sin poner en juego fuerzas –ni ojo espontáneo, puro ver; ni objetivo, pura distancia–, como supo decir con énfasis memorable, un tal Nietzsche. Si aceptamos que ver es poner una serie de fuerzas en juego, que toman al objeto y lo mastican, lo incorporan, lo hacen trizas, ser espectador y ser crítico sólo supone modos diferentes de esas fuerzas. “Me gustó”, “no me gustó”, son así resultados de un juego estratégico de muchos recursos, y no efecto de la sensación inmediata.
Por eso, la pregunta de una obra –y es claro que no sólo de una obra– es “¿qué ves cuando me ves?”. Sólo se puede obrar bajo la condición de saber que la distancia entre uno y otro plano son irreductibles y que no hay voluntad autoral que pueda solicitar la precisa comprensión de ese obrar. En todo caso, el autor –por razones de oficio, me resulta más sencillo pensar esa incertidumbre en la escritura de un libro– no puede esperar más frutos promisorios que la proliferación de lo que se ve. No que se vea algo en particular –aunque para el obrador, sea ese particular lo fundamental de la obra–, sino que se vea mucho, incluso aquello que no hubiera enlazado con la obra en el momento anterior de su elaboración. Es más sugerente pensar el momento interpretativo como interferencia –de unas prácticas respecto de otras–, que como descripción –de una secuencia–, como análisis –aplicación de unos conceptos a una obra–, o como juicio.
“Me gustó Cáucaso” significa, para esta espectadora, que me permitió pensar en algunas cuestiones, pero ese permiso o esa incitación son posibles no por razones extra teatrales, sino por el modo en que Vilo hace la obra. La desviación, la asunción de la obra como punto de partida para su costura con otros temas, preocupaciones, pensamientos, es posible porque está la obra: y es ella la que solicita la interferencia interpretativa. Dije antes: valoré la voz en off. Irritante, incordiosa voz. Ambigua: hace del interrogatorio una institución en la que importa menos el destino de esas palabras –puede ser policial, judicial, mediático, finalmente teatral– que la violencia que la disputa por el decir constituye. Hablar, siempre es hablar en tensión con la palabra y la escucha ajenas. Cuando hace más de diez años el zapatismo mexicano sorprendió a un mundo que había creído el fin de toda experiencia de lucha armada, sus fusiles hicieron menos visible otra cuestión: la de la puesta en crisis y la refundación de la lengua política. Un dirigente zapatista, en esos primeros años de actuación pública, dijo que la preocupación persistente era saber si las palabras dichas por el movimiento eran las palabras mejores para decir, porque el quehacer político era, también, el quehacer del lenguaje.
Lo que vi en Cáucaso fue esa pregunta: ¿cómo decir?, ¿las palabras dichas, eran las necesarias o las adecuadas? La experiencia que se intenta narrar es espantosa y extraordinaria. Por ello, parece que el lenguaje muestra su temblor al intentarla. Pero no habría que limitar ese juego tembloroso al testimonio del horror, a la confrontación de la palabra con la muerte –confrontación que si Scheherazada supo resolver con el triunfo de la primera, fue por saber sostener la pregunta por las mejores palabras, aquellas que pueden impedir el cese de la escucha–, sino pensarlo como situación de todo relato. La inadecuación lo acecha: puede pecar de exceso morboso o de abstracción de lo fundamental.
Es la lengua y la memoria lo que se pone en juego. ¿Cómo no ser espectadores argentinos, o sea: solicitados al cruce inmediato entre un horror –el narrado en la obra– y otro, acontecido en la historia, pero cuyas consecuencias aún balbuceamos? No lo seamos, por estas líneas. Mejor dejarnos subyugar por la impresión de que nombres como Cáucaso o Beirut, son los que en ciertos momentos encierran un dilema de la humanidad entera.

No hay comentarios: