sábado, 16 de mayo de 2009

La desarticulación de un sistema

Por Rubén Szuchmacher

En la actualidad se piensa en la existencia de tres circuitos teatrales que organizan la producción. Históricamente fueron cuatro. ¿Cuándo se produjo la omisión? ¿Por qué se produjo? ¿Qué ocurre hoy con el denominado teatro independiente?

La producción teatral en Buenos Aires se caracterizó históricamente por tener bien delimitados sus espacios. A partir de la aparición del teatro oficial, en 1936 con la creación del Teatro Nacional de Comedias, quedaron finalmente establecidos los cuatro circuitos básicos de producción de espectáculos: el comercial, el oficial, el independiente y el vocacional. Cada uno de ellos habrá de desarrollarse con mayor o menor eficacia pero es indudable que formalizaban cuatro diversas formas de entender el teatro. Falsamente los historiadores de teatro hicieron una lectura ideológica de estos cuatro circuitos, lo que ha dejado una serie de malos entendidos a la hora de tratar de entender lo que sucedió en el teatro porteño desde sus orígenes hasta la actualidad. Vale como ejemplo la valoración que se hizo del llamado teatro comercial, al que se lo acusó de ser chabacano por antonomasia, olvidando que también fue un espacio para que se vieran por primera vez en el país textos de Arthur Miller, estrenado por Narciso Ibáñez Menta, Friedrich Dürrenmatt y Tennessee Williams, estrenados por Mecha Ortiz, o Friedrich Schiller, cuya María Estuardo fue puesta en escena con Luisa Vehil en el Liceo. Paradójicamente, en las salas del teatro oficial, donde se podría esperar una independencia de la taquilla en pos de una instancia más artística, se tiñó muchas veces de un acendrado populismo, ramplón y poco elaborado, no sólo en la época del llamado primer peronismo sino también en épocas más recientes. Recordemos, si no, la puesta de El patio de la Morocha, con Vicky Buchino, durante la gestión de Eduardo Rovner, en pleno menemismo. El teatro independiente estrenó muchos textos desconocidos para la época, como así también recuperó la idea de los textos clásicos, pero con una calidad actoral muchas veces cuestionable, muy por debajo de la que podía proponer el teatro comercial. El teatro vocacional, el más modesto de todos, sólo aspiraba a generar la diversión de quienes lo hacían, generalmente en clubes de barrio, bibliotecas populares, etc. También llamado filodramático o teatro de aficionados, desarrollaba artísticamente una labor que replicaba tanto los éxitos comerciales del “centro” como algunos textos de la dramaturgia universal, en consonancia con las aspiraciones del teatro independiente.
Como vemos, los límites nunca fueron demasiado precisos desde el punto de vista artístico, pero sí lo eran desde el punto de vista organizacional: el teatro comercial era conducido de manera privada por empresarios, el teatro oficial trabajaba con dineros públicos manejados por funcionarios nombrados a su vez por otros funcionarios de más rango, y el independiente, a partir de la mística grupal, reinvertía las magras ganancias en el mantenimiento de espacios nunca demasiado confortables, pero que podían contener los espectáculos y, como vimos, los aficionados aportaban solamente su placer y su trabajo en espacios siempre ajenos1.
A pesar de estas características, cada uno de los circuitos tenía un límite claro en cuanto a las características de producción. Los actores o directores podían pasar de uno a otro, pero siempre comprendiendo las diferencias que cada uno presuponía.
Con el correr del tiempo y con el auge de la televisión en los años 60, esta delimitación tuvo sus crisis. Recordemos la partida masiva de actores desde el teatro independiente a la escena rentada o a la televisión, luego de un debate en las filas de los independientes acerca de “si se podía vivir o no de la profesión”. Ese pasaje puso en crisis al viejo teatro independiente, pero enriqueció al sistema comercial y al cine y la televisión de la época. Mientras tanto, algunas personas de los teatros vocacionales seguían engrosando las filas de los teatros independientes y algunos actores del circuito comercial se aventuraban en propuestas no comerciales.
Pero, repetimos, los límites entre unos y otros seguían siendo claros para el conjunto de personas que estaban involucradas en la actividad teatral de la ciudad.
Sin embargo, cuanto más nos acercamos a los tiempos actuales, vemos cómo el sistema que antes regulaba la actividad teatral y sus modos de producción comienza a desarticularse sin generar un modelo superador. Salvo en el caso del teatro comercial, que sigue trabajando con los mismos parámetros económico-artísticos de tiempos pasados - es decir, que puede hacer una comedia ramplona o estrenar un texto de un autor importante, eso sí, siempre con actores reconocibles por el mercado -, los demás sistemas han sufrido grandes alteraciones.
El teatro oficial en Argentina se ha caracterizado por ser históricamente un sistema “vampírico”, es decir, por chupar de los otros sistemas teatrales, sin poder generar una línea de gestión propia, “robándoles” a los otros ámbitos sus propuestas. El modelo que actualmente practican los teatros oficiales es el del teatro independiente de los años 40 y 50, en cuanto a sus valores estéticos. Tanto la eterna gestión de Kive Staiff - director artístico y general del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires -, como los sucesivos directores del Teatro Cervantes desde la dictadura en adelante han abrevado en el “humanismo” del teatro independiente. La prueba flagrante de la ausencia de políticas de producción en los ámbitos oficiales es la falta de elencos estables, característica de la mayoría de los teatros estatales de importancia en el mundo. Lo peor de todo es que en nuestra ciudad esos elencos existieron: Comedia Nacional, Elenco Estable del Teatro San Martín, y fueron lastimosamente extirpados de los ámbitos públicos, señal contundente de la disolución del Estado en este campo.
Así es como ante la falta de nuevos planteos escénicos en el exterior de esos terrenos públicos, hoy se carece en el ámbito oficial de pensamiento para elaborar uno propio. Y esto pone de alguna manera en crisis a las instituciones oficiales. Es así como ese teatro oficial que antes practicaba cierta independencia de la problemática de mercado, ahora, y no sólo por problemas presupuestarios, se ve inmerso en una competencia con el teatro comercial y convoca a “figuras” televisivas para el armado de los elencos. El teatro independiente ha heredado un nombre que no se verifica totalmente en la actualidad. Ese nombre tuvo su razón de ser en tiempos pasados en los que, como decía más arriba, la mística de un teatro diferente del comercial organizaba a la gente con aspiraciones teatrales en colectivos de trabajo, alrededor de una idea cooperativa, con remanentes del imaginario socialista y con una total independencia de los organismos privados y públicos.2 Actualmente, lo que se da en llamar “teatros independientes” son espacios relativamente pequeños, en los que se desarrolla una actividad teatral que no suele ser producida por el propio espacio. A diferencia de lo que sucedía anteriormente, en que tener el espacio era una consecuencia de una idea estética o política, hoy el espacio antecede a las ideas. Casi en su totalidad no hay grupos de trabajo estables. Hay directores que suelen dar una marca al lugar y muy excepcionalmente un grupo está a cargo del lugar. En la mayoría se programa lo que hay en oferta. O sea que un valor que era característico de los llamados teatros independientes, el de la pertenencia, ha desaparecido. No se pertenece a tal o cual teatro, como antes se era de “Nuevo Teatro” o de “La Máscara”, por dar un ejemplo. Y esas pertenencias significaban discusiones ideológicas, políticas y, sobre todo, estéticas. Hoy eso no existe, básicamente porque los teatros como tales carecen de identidad.
Por otra parte, la dependencia que se ha establecido con las instituciones públicas (Proteatro, INT) en cuanto a los subsidios, si bien no provoca que las salas deban hacer lo que estos organismos quieren, de alguna manera incide en la forma de organización, puesto que la actividad sólo se vuelve posible, en la mayoría de los casos, por la presencia de esos subsidios. Eso al menos es lo que cree la mayoría de las personas que conducen salas llamadas independientes.
Contabilicemos entre las dificultades, como para no ser injusto, la problemática que se abrió para estos espacios después del desastre de Cromañón. La falta de legislación saltó con fuerza y puso en peligro a muchos espacios. La actual Ley 2.147, del Gobierno de la Ciudad podría dar tranquilidad a muchas de esas salas desde el punto de vista operativo, pero no resolverá los problemas artísticos que las mismas tienen.
Finalmente, el teatro de aficionados o ha desaparecido, puesto que los espacios en los que se desarrollaba no existen, o la emergencia de los centros culturales barriales ha ocupado ese espacio, dando lugar a un control por parte del Estado de esa actividad, pero sin rumbo y sin la creatividad anárquica del que produce por placer y sin necesidad de dar cuenta de sus actos ni al medio ni a la crítica ni al mercado.
Para terminar, listemos algunas de las consecuencias de este “desorden” en los sistemas:
1. La falta de de colectivos medianamente estables que produzcan significadamente. No los hay ni en el teatro oficial - elencos estables -, ni en el teatro llamado independiente (salvo algunas honrosas excepciones).
2. Caotización de los actores que salen de un teatro para entrar en otro. Este rasgo se ha profundizado en los últimos tiempos, en los que los actores combinan una actividad rentada en un teatro oficial con otra no rentada en un teatro llamado independiente. Esto produce a su vez una dificultad en la programación de las salas llamadas independientes: o las funciones comienzan a las 4 de la tarde o a las 11 de la noche.
3. Menor cantidad de funciones en todos los sistemas teatrales. Si bien los comerciales y los oficiales, que han quitado el día martes de la programación, mantienen sus funciones de miércoles a domingo, los llamados independientes han reducido sus funciones hasta llegar a hacer una sola por semana, desprofesionalizando la actividad.
4. Falta de compromiso generalizado por parte de la mayoría de los participantes del campo teatral.
5. Confusión por parte de los críticos e investigadores teatrales de cuáles son los parámetros de análisis de los espectáculos, a partir de la modificación de la situación.

Para terminar, me gustaría señalar que una actitud frecuente por parte de algunos protagonistas importantes de la escena teatral, tanto artistas como políticos, ha sido practicar el cinismo. Justifican en nombre de la “creatividad”, del “orgullo de ser la capital iberoamericana de teatro”, etc. la falta de pensamiento crítico que podría mejorar realmente la actividad teatral.

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