sábado, 16 de mayo de 2009

Sobre la infancia: Manifiesto de niños

Entrevista a Alejandra Correa por Ana Durán

Ante una misma temática, ¿qué lugar asumen el teatro y la poesía? ¿Se vinculan de idéntico modo con la realidad a la que aluden? La poeta Alejandra Correa se refiere al espectáculo Manifiesto de Niños, y además relaciona lo poético con la industria de la cultura.

Los invisibles
¿Qué puntos de contacto existen en el abordaje de un mismo tema desde el teatro y la poesía? ¿Son universos paralelos o divergentes? ¿Qué lugar ocupan la poética y el contexto?
Éstas son algunas de las preguntas que surgieron a partir de un cruce entre dos miradas. Por un lado, Manifiesto de Niños, la nueva producción del Periférico de Objetos, que pone de relieve el tema de la violencia en la infancia. Por el otro, el aún inédito libro Los niños de Japón, escrito por Alejandra Correa, una de las integrantes del staff histórico de Funámbulos, que aborda el tema.

¿Por qué la poesía o el teatro llegan a plantearse la necesidad de dar cuenta de la situación de la infancia?
Creo que es por la enorme violencia que genera el poder cuando intenta silenciar determinados temas. Mientras reelaboramos el pasado traumático de nuestro país, algo absolutamente necesario por cierto, pareciera que el presente se nos estuvo escapando por diversos agujeros. Durante los últimos veinte años nos surgió la resignación como un procedimiento social sumamente arraigado. Primero como un mecanismo de supervivencia bastante cuestionable, luego como una bandera. Más tarde trocó en indiferencia y esa indiferencia en complicidad. Hoy ya se trata de puro olvido del presente.
Para que el proceso fuera exitoso masivamente, la resignación y el olvido del presente tuvieron que establecer focos de invisibilidad. Uno, muy importante, casi diría central, es el que se creó en torno de la infancia. Al principio, esos niños que quedaban excluidos del sistema estaban literalmente “en la calle” y esto les daba su identidad: “chicos de la calle”. Hoy ni siquiera tienen nombre: los ha ganado el no-ser, el don de la invisibilidad. Para que ese terreno de lo invisible funcione, la sociedad obtura en sus discursos políticos y cotidianos la posibilidad de preguntarse por la responsabilidad social que generaron los 90, el menemismo y ahora sus herederos. Pero es demasiado tiempo para poder remontar tanto olvido.
La sorpresa llega cuando toda esa infancia desamparada crece lo suficiente como para poder gestionar su derrota. Entonces está lista para devolverle a la sociedad un odio profundo nacido en el corazón de las tinieblas. Esa devolución, por una operación increíble en el relato social, elude abiertamente su causa original (la culpa original) y se oculta bajo los reclamos de seguridad.
En el terreno de esta elusión es donde el boomerang estuvo pegando la vuelta. Y lo hizo arrasando con todo, incluso con el paisaje soñado por aquellos que pensaron que alcanzaba con paternar a sus propios hijos. Pues bien: no alcanza. La verdad de esta elusión nos dice que en tanto nuestra sociedad no pueda paternar tanto desamparo, todos los niños, los de hoy y los que mañana lleguen a la edad adulta, los que fueron criados al calor del consumo o excluidos de él, sufrirán las consecuencias de este olvido.
Si queremos reparar todo este daño, deberemos preguntarnos por aquello que fue necesario olvidar para constituirnos hoy en individuos, ciudadanos, miembros de un país como Argentina, de un mundo como el que nos propone el neoliberalismo.

¿Por qué cuando el teatro o la poesía tienen que hablar de un tema como la infancia se opta por no hacer referencias al problema local?
Hay cuestiones que tienen que ver con el punto de partida de una búsqueda estética. No soy crítica teatral, pero confío en que Manifiesto de Niños logre hablar del tema de la infancia en Argentina o en el mundo, precisamente porque elude los lugares comunes que podrían estar ligados a querer explicar el problema desde el contexto local. Nos muestra un experimento que está en marcha y creo que de eso se trata. Esas personas que viven en ese cubículo y que oscilan entre enumerar a sus muertos con lágrimas en los ojos y estudiar el principio del juego para poder dominarlo, y con ello dominar la lógica de la infancia, a mí como espectadora me habla de cuestiones que subyacen a lo que podríamos englobar bajo el rótulo “el problema de la infancia”.
Es decir, existe algo que el adulto necesita del niño. Tanto cuando lo entiende como cuando lo cercena. El personaje que cambia sus máscaras intentando apoderarse de la lógica sobre cómo la cuerda de un avión de lata o la rígida expresión de una muñeca, en manos de un niño construyen un universo de sueño. De resistencia y sueño. Pero quiere entenderlo para apoderarse de esa resistencia y doblegarla. ¿Cómo? Con la horca, la televisión, la bomba, la violación o la mordaza.
La palabra “niñez”, la “preocupación por la infancia”, el tratamiento que sobre este tema se permiten los medios de comunicación, subyacen en Manifiesto. Esa cuestión de querer proteger por un lado a una cierta infancia y luego que esa protección sea vulnerada tan abiertamente casi como parte del enunciado mismo, es un gran tema.
Como espectadora de la obra participé de este efecto de resonancia, y para mí eso es esencial. Posiblemente el Periférico conozca el libro Historia de la Infancia, de Lloyd de Mause. Pudo haber trazado una curva que reuniera todos los momentos en que la historia de nuestro ser en el mundo se cortó por ese hilo más delgado que son los niños. Los más vulnerables entre todos los vulnerables. En ellos las guerras y las posguerras, el hambre y las migraciones, han tallado un paisaje de todas nuestras imposibilidades de dar respuestas sociales, de tener mecanismos válidos de amparo como sociedad. Sobre todo, cuando repetimos que tanto la familia como la sociedad tienen entre sus funciones esenciales, por definición, el amparo.
Avanzando otro paso podríamos preguntarnos si en algunos momentos históricos - como el que atravesamos actualmente -, la infancia pone de manifiesto (ése es el “manifiesto”) la tensión entre dos fuerzas: las encarnadas por la razón y las encarnadas por el sueño. Si la infancia no se constituye como una gran molestia para el proyecto actual del racionalismo a ultranza que defiende el mundo adulto y su “Manifiesto de los Mercados”.

¿Qué lugar ocupa lo estético?
Lo que me interesa del teatro es su posibilidad de poner en escena una poética. Es decir, un trabajo que revele (y se rebele, sobre todo) una elaboración de símbolos y mitos propios, con un lenguaje que se dé a luz en esa búsqueda. Y esto está en total relación con aquello que cada persona que intenta crear tiene para decir. Es lo que señala el lugar hasta donde ha llegado su sensibilidad o su pensamiento.
Esto lo llevará a tomar decisiones estéticas y un punto de vista que estará totalmente ligado a esta decisión. Abordar el tema del contenido de una producción artística como algo separado del proceso creativo suele desilusionar a cualquier artista, porque deja de lado su trabajo estético que resulta tan fundamental como lo que tuvo para decir porque está sumamente fusionado en lo que se define como poética.

Y en tu caso, ¿la poesía te llevó a trasladar el tema a otro universo, como Japón?
Antes que nada les aclaro que, al igual que muchas personas que conformamos esta sociedad, soy una patética observadora de esta masacre. Aferro con más fuerza a mis hijos pero, en mi propia ceguera los aferro al puro azar que - sueño - logrará salvarlos. No sé cuáles son las posibilidades reales de que sobrevivan a este mundo que les hemos diseñado a través de sucesivas generaciones de una humanidad empobrecida en sus ideales.
Desde mi pequeño lugar que es la poesía quise hablar del desamparo enorme que implica la infancia, en este momento y en una sociedad que no dispone de redes de contención con relación a la crudeza del mundo adulto actuando sobre los cuerpos y el alma de los niños. Algo que, si bien puede sonar abstracto en una enunciación, es algo lo suficientemente concreto como para que cada día nos golpee desde cualquier sitio de nuestra benemérita realidad.
Esto me llevó a instalarme en las voces de una serie de niños presentes en la literatura y el cine japonés del siglo XX. En las obras de Oé, Mishima, Ishiguro y Kitano, porque encontré que esos niños, provenientes del mundo literario o cinematográfico japonés, daban una dimensión absolutamente real del desamparo en toda su crudeza. Incluso, más cercana a todo lo dicho sobre nuestros niños aquí y ahora (que en verdad tampoco es tanto, ni tan interesante). Y a la vez, esto me permitía eludir el tremendo lugar común del discurso de la época, y que en la poesía tiene una acción directa con la “elección” de un campo semántico. Es decir, de una paleta de palabras que sea propicia para acercarse al corazón de lo que se tiene para decir. Creo que todo esto que explico es la primera vez que lo racionalizo, mientras el libro ya está escrito. Es decir, en la creación de una poética, el proceso es tan consciente como inconsciente, tan real como soñado. Y explicarlo siempre deja la sensación de estar traicionando su esencia. Mi libro no habla de Japón, sino de “japón”, con minúsculas, una región que recuerda a algo remoto, pero que no es exactamente el país que lleva su mismo nombre. Y para mí no estaría completa la poética que me propongo si no hablara de mi propio desamparo cuando niña.

¿Qué lugar ocupa la poesía en el contexto actual?
La poesía también pertenece al Reino de lo Invisible. No existe para El Mercado, con mayúsculas, lo cual para el “público” como tal es como decir que no existe y ya. Pero es precisamente eso lo que la hace interesantísima. Es como el mito que todos tenemos de abandonar la sociedad e instalarnos en un páramo a ver muchos atardeceres hasta que nos llegue la muerte. La poesía es ese ejercicio de concentración, de salud, de isla desierta, de silencio.
Para ganarnos la vida, como erróneamente se dice, quienes escribimos poesía estamos sometidos, como cualquiera, a los medios de comunicación y sus modelos, a la sociedad de consumo y su furia. Hacemos un ejercicio de traducción permanente para poder escribir desde el silencio.

Con respecto al tema que abordamos en este número de Funámbulos con relación a la obra y el sistema de producción, como una disyuntiva del teatro actual, ¿cómo se encuadra la poética y el rol del artista?
Más allá de la realidad que impongan los sistemas de producción, el mercado, la industria cultural en este paisaje, opino que los artistas deben sobreponerse. Hoy el rol del artista no difiere básicamente, del que siempre ha tenido. Es decir, cambió el contexto no sólo local sino también mundial, cambian permanentemente los medios de producción. Pero el artista debe seguir señalando el cada vez más amplio defasaje que existe entre lo que él vive como realidad y lo que el poder le dice de esta realidad. Entendiendo el poder como todo poder: político, económico, mediático, canon de costumbres. Es en ese abismo donde el artista debe indagar como un topo y construir su casa. Por eso he sostenido, junto con otros integrantes de Funámbulos, que todo arte es político.
En ese sentido, soy optimista. Creo que siempre habrá personas con la suficiente capacidad para preguntarse acerca de si lo que se dice es cierto o no. Con la suficiente valentía para elaborar con esas respuestas, sus manifiestos personales y asumirlos como tales. Sean éstas obras teatrales, cuadros o nada pretenciosos libros de poesía que con mucha suerte leerán cien personas. Personas capaces de crear libremente, de sobreponerse y de dar batalla a las imposiciones del poder. Admiro a quienes logran ser capaces de adueñarse de las armas de este poder para imponer su voz por sobre todo. Algo así como doblegar a un ogro con el sonido de una flauta. Hoy por hoy se trata de redirigir la mirada hacia la poética, hacia esos dispositivos que la poesía aporta al arte y que cada artista se proponga responsablemente conectar con ella, buscarla, ser capaz de perderse hasta encontrarla. Creo que esa poética está presente en Manifiesto de Niños y está diciendo mucho para quien pueda y quiera leerla. La Poética: ese universo que se crea para cada obra, con toda la particularidad que implica cada experiencia humana y la universalidad que tiene la condición humana cuando es posible verla a la cara. Manifiesto nos dice que la infancia es una constelación. Cada niño violentado, una estrella que delinea una ausencia. Dentro de ese inmenso hueco caen en saco roto todas nuestras elaboradas teorías sobre las buenas costumbres, en un triste y a la vez ciclópeo intento por emitir una palabra.

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