domingo, 17 de mayo de 2009

Un balbuceo del arte

Por Miguel Dalmaroni

Crítico literario e investigador del Conicet, el autor propone pensar primero en su objeto de estudio (el arte y la literatura) y en el vínculo con el hombre y la cultura para arribar a una definición de crítica: “la que intenta decir lo no dicho”.

El prestigio de la poca fe, esa pulsión de nuestra condición histórica, pudo hacernos creer que estamos hechos sólo de eso que la historia, el lenguaje o lo social han hecho de nosotros: simulacros, ovillos de supersticiones. Sumergido en el caldo tibio de esa clase de escepticismo, nadie que sueñe mantener una relación crítica con el mundo permitiría que se lo haga feligrés de una liturgia o esclavo de un señorío que le prometa o pretenda darle acceso a un contacto con lo real, un contacto irreductible a las prosas del mundo. La fe en esos dioses de la experiencia perdida nunca nos diría nada porque –se supone que lo sabemos– lo real, como Dios, no tiene nombre. “Diles que `Soy el que soy´”, le responde Dios a Moisés cuando éste le pide un nombre para entregar a las masas que, esperándolo al pie del Sinaí, adoraban algo tan mundano, tan comerciable como el becerro de oro: el valor de uso –un bicho comestible– disuelto, sincerada su insustancialidad, en valor de cambio –una divisa–. “A excepción de la mía, la de tu Señor, no hay palabra que nombre el mero ser”, avisa el dios monoteísta. Pero, como se sabe, Dios ha muerto. Lo reemplazan, pareciera, ciertos profesionales: psicoanalistas, alguna clase de madre, alguna clase de cónyuge más o menos hipócrita (todos ellos saben decirnos, de un modo u otro: has de morir, renuncia a tu deseo, adopta un dialecto comunicable, hazte hombre, envejece de una vez).
El credo de la poca fe, que imposta y vende su propia corrección política, tiene toda la razón si atribuimos sus prejuicios a las formas dominantes y mayoritarias del intercambio social. Pero la experiencia –y no se trata de un consuelo porque una de las caras del asunto es siempre aterradora– nunca se radica en ese comercio sociable (y si el arte sabe algo, eso sabría, eso le sabría al cuerpo de nuestra experiencia: que a lo social, nuestra experiencia le sobra, le fastidia y le habla en una jerigonza imposible).
Lo que llamo crítica sería algo así como un habla cuyo vacío de resultados intercambiables desmiente ese prejuicio escéptico contra el contacto (en ese prejuicio resuena, como sugerí, una concepción histórica de nuestro modo de estar en el mundo que lleva unos cuantos siglos haciéndose pasar por trascendente: la que nos nombra “sujetos”, meras excrecencias de las determinaciones que nos hablan, nos atan, nos mandan). Como algunas otras prácticas, seguramente unas pocas, la crítica sería un habla capaz de capturarnos en el contacto de alguien o de algo que –en el arte– habla su propio deseo sin nombre. Dicho de otro modo: la crítica que merece ser considerada tal no haría sino combatir la apropiación cultural del arte.
El arte, como todo lo que sigue tocándonos mientras nos resistamos a salir de la adolescencia, mientras no adoptemos las cegueras razonables de la condición mortal, es el predio imposible de un trance: estar pasado y ser traspasado, transido. El arte o la literatura constituyen experiencia y nos traspasan de experiencia porque allí algo de lo que éramos antes del arte queda transido por la afección de un acontecimiento más o menos fugaz pero irremediable. Perturbado por la aparición innombrable de eso para lo cual la cultura no encuentra palabras, ese que aún creemos ser, eso que la civilización ha hecho de nosotros, no entiende nada y deja de saber lo que sabía.
Todo lo que el arte nos dice, todo lo que –más bien– el arte nos hace, así, es abrirnos flancos de fuga. No hay lengua cultural disponible para ese momento en que la distancia ha quedado suprimida, el momento en que se es el otro y lo otro. El evento del trance pasa pero resta y, por contraste, señala una falta en la prosa del orden social. Falta saber qué hacer con esa sobra. El arte y la literatura, lejos de revelarnos algo que no sepamos de nosotros mismos o de nuestra condición histórica, no hacen más que suspendernos en la incertidumbre. En la experiencia que nombramos como “arte”, así, pasa algo que no pertenece al orden de la comunicación. Se trata, por el contrario, de un conflicto que se abre y queda resonando y disuena –no importa si sordo o atronador– entre las lógicas del intercambio y un tipo de acontecimiento que, precisamente, corta el circuito, interrumpe la comunicación y es ajeno al régimen de la representación. La irreductibilidad, en fin, de un suceder asocial que podemos ver –y no creo que se trate de una paradoja– como el lugar escurridizo en que se efectúa lo social o, mejor, en que los sujetos pasamos a una experiencia que los discursos sociales no podrían sujetar. El engendramiento de un acontecer para el cual, antes de esa configuración artística en que nos lo damos, no hay lengua disponible. Es allí donde está, creo, el espesor político del arte, y la crítica no sería otra cosa que la voz que escribe o habla entregada a ese espesor.
La cultura está entreverada en el arte, se sabe, pero nunca podría, por supuesto, incorporar el trance, el tránsito que la suspende y la deja pagando por un vacío sin precio. Es imposible suprimir esa diferencia. Por más que nos esforcemos en trazar correspondencias entre la totalidad social observable (concebible, decible) y la obra, entre el texto y la ideología, entre una puesta dramática y nuestras expectativas gregarias, algo sobra y nos des-compone. En ese resto, nada está siendo representado sino que, por así decirlo, emerge un en sí sin lugar y sin nombre. El arte fractura o hiere las unidades sin conflicto en que nos hospeda la cultura. Por supuesto, la cultura despliega sus eficacias más severas para encauzarnos en cambio en un trato social, socializado y sociable –útil, diríamos– con la obra de arte. Es innegable que lo que la civilización llama literatura o arte da curso a la representación del mundo, a la comunicación y a la pedagogía: repite, reduce a lo que puede ser dicho, a lo que ya no puede ser contactado ni tocado porque la civilización le ha puesto nombre, le ha interpuesto la idea, la forma, el valor, el sentido. La cultura –pongamos por caso, la interpretación: “Rey Lear es una metáfora de la voluntad de poder”– se empeña en hacer que no haya sucedido lo que el arte no obstante efectúa (porque lo que traspasa al espectador de Shakespeare no es, por supuesto, eso que ahora, tras presenciar la puesta, el espectador sabe acerca del poder). Traducido a la figuración psicoanalítica, lo que la apropiación cultural del arte pretende describir camufla el síntoma y lo empuja al olvido, pero a la vez el síntoma abre, raja o parte la máscara. No hay consuelo, porque no hay apaciguamiento ni tregua entre la forma y lo informe, entre la ceguera y el trance.
Como sabemos, por “crítica” literaria, teatral o de arte pueden entenderse cosas diferentes. Las crónicas y reseñas serviciales, las notas sobre libros y autores o las entrevistas en los medios pueden plegarse a la lógica comercial imperante (seguir engordando una política de figurones antes que de prácticas; o sonsacar declaraciones más o menos escandalosas a tal o cual escritor, director o artista –“¡deme nombres, deme nombres!”– para titular el suplemento de cultura con sangre análoga a la de los casos de corrupción: “Si me apuran, Walsh es mejor que Borges”; o “El mejor Cortázar es peor que el peor Borges”; cosas así); la llamada “crítica académica”, por su parte, puede exorbitar su ejercicio del fastidio y de la vergüenza ajena protegiendo su inanidad corporativa con fetiches como “marco teórico”, “metodología”, “objeto de estudio”, “avances de esta investigación”, “corpus” y fealdades por el estilo. A mi modo de ver, en esos mismos campos o en otros, habría crítica, en cambio, cuando alguien entrega la voz para barrer el terreno hasta dejar sola, pulida y limpia de supersticiones, reverberando en la incertidumbre insuprimible de lo que sobra y perturba toda convicción, la mera experiencia. No se trata, entonces, de una efusión sentimental y subjetiva; más bien de lo contrario, porque para afirmar y reafirmar la experiencia del arte actualizándola para su lector, la crítica se obstina en un escepticismo metódico extremo, un escepticismo que invierte el curso del descreimiento mundano y que se aplica sobre todos los lugares comunes, propios y ajenos, que sirven para tabicar el trance: la consigna de la crítica es no dejar nada en pie (mecanismos convenidos de la interpretación, sentidos fijados por tradiciones saturadas de autoridad, funcionalidades morales o sociales usualmente atribuidas al arte, disciplinas de los decálogos del intelectual o artilugios del narcisismo que hacemos pasar por valores). La crítica, de por sí siempre autocontradictoria porque se la espera como un discurso de la comunicación (“la crítica es la inteligencia de la pasión”, me dicen que anotó Marx por allí), consiste entonces en rodear la experiencia, en asediarla con razones y discurrires para impedirnos olvidar que el arte resiste el sitio más pertinaz y prolongado y resta: si, en su extremo, el arte no puede ser dicho, la crítica testifica esa imposibilidad cuando lleva al límite de sus posibilidades el intento de hablarlo.
Se trata entonces de rastrear y tocar otra vez, no en el ejercicio exterior de una crítica apática, sino en la entrega del cuerpo a la experiencia del tacto con la obra, la frontera desgarradora en la que conmoverse se transforma en estar afectado, es decir en haber sido herido, en haber sido invadido por la in-congruencia entre palabras, gestos, imágenes, y lo que la historia, el lenguaje o lo social nos piden y nos soplan todo el tiempo al oído.
Por supuesto, y aunque es cierto que el comercio del mundo nos entrena para escabullirnos, la experiencia simplemente ocurre y perturba las sujeciones que nos constituyen, al ubicarnos en la frontera en la que aquello que nos representa y nos tiene dichos y sabidos queda descalabrado en contacto con lo innominado que se nos escapa porque nos ha transido y sobra. Es ahí, en ese lugar imposible, donde la crítica, creo, sucede.

* Este escrito se aprovecha, sin citarlos, de algunos trabajos de Georges Didi-Huberman, Raymond Williams y Roland Barthes, entre muchos otros.
* Miguel Dalmaroni es investigador del CONICET y docente de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP).

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