miércoles, 8 de junio de 2011

Teatro comunitario

Por Edith Scher

Pensar el teatro comunitario de la última década implica hablar de un enorme crecimiento de este fenómeno. Si sólo contáramos la enorme cantidad de vecinos de todas partes del país que participa en los nuevos grupos fundados en los últimos años, advertiríamos que la cifra ha superado enormemente la que existía cuando comenzó el siglo XXI. En 1983, año del retorno a la democracia en Argentina, se había creado el emblemático Grupo de Teatro Catalinas Sur, y en 1996 –plena década menemista– el Circuito Cultural Barracas, cuyos fundadores, Los Calandracas, venían de una larga historia y habían compartido con otros grupos la experiencia del MOTEPO (Movimiento de Teatro Popular). Ambos emprendimientos culturales comunitarios (Catalinas y el Circuito) abrieron y continúan ensanchando el camino de muchos otros. No sólo porque su hacer es una huella para tener muy en cuenta, sino porque desde hace mucho tiempo ambos se propusieron extender su práctica y trabajaron para que eso sucediera. Ya en 1999, impulsada por Catalinas Sur, se creó la Murga de la Estación, de Posadas, grupo que, a su vez, entusiasmó a los vecinos de Oberá, localidad en la que nació la Murga del Monte en 2000.

Pero a partir de 2001 comenzó a aparecer en muchos lugares del país (pero en los primeros dos años de la década fundamentalmente en Capital) un número importante de grupos que funcionan, desde entonces, en distintos barrios.

La decisión de impulsar, de fomentar esta práctica para que se extendiera en muchos barrios, ciudades y pueblos, ha generado importantes cambios en la última década. Tal expansión se relaciona, a juicio de quien escribe, con varios factores, pero fundamentalmente con dos que se amalgamaron: por un lado la coyuntura sociopolítica (la crisis de 2001) que, por sus características, hizo despertar en varios de los que hoy son directores de estos grupos, un deseo que habían albergado durante muchos años (tal vez sin animarse a saberlo), al mismo tiempo que afloraba en mucha gente una gran necesidad de juntarse a construir algo; y por el otro –como ya se dijo–, una fuerte decisión, por parte de aquellos que ya venían practicando esta modalidad de hacer teatro, de hacerla crecer.

Pero abandonemos provisoriamente esta mirada retrospectiva del teatro comunitario y detengámonos un momento en aquello que lo define y le da identidad.

Digamos, entonces, que cuando hablamos de teatro comunitario, estamos diciendo “teatro de los vecinos para los vecinos, teatro hecho por la comunidad y para la comunidad”. Esto es, sencillamente, un espacio en el que los habitantes de cualquier barrio, dirigidos por personas formadas artísticamente, se reúnen, se ponen en contacto con la creatividad y construyen sus espectáculos, los cuales, de un modo u otro (afortunadamente no se parecen, ya que los barrios, los directores y las estéticas son diferentes), siempre hablan de la identidad de esos grupos humanos. Esa práctica, que habilita el despliegue de la imaginación en la comunidad, y que, entre otras muchas cosas, propone deshacer los modos obedientes y disciplinados del uso cotidiano del cuerpo, que desarrolla la posibilidad de cantar con otros y sumar las voces para generar entre todos los que cantan un objeto nuevo que, de no mediar esta circunstancia, no se generaría, es, desde su misma definición, una práctica política, por cuanto abre a cualquier persona que quiera incluirse la perspectiva de imaginar mundos posibles, incluso mundos que aparentemente no le fueron destinados. Abre también la posibilidad de usar el cuerpo de una manera no domesticada. Y esta apertura a la comunidad toda, una comunidad que se transforma mientras crea, es un modo cultural de cambiar las reglas hegemónicas, reglas que, por cierto, son bastante opresivas.

Por otra parte, el teatro comunitario habilita una instancia en la que se construye una realidad nueva, un espectáculo, con otros. Es decir, no crea en soledad. Esto resulta, también, muy modificador. Finalmente –y sólo por enumerar algunas de las características que lo definen como político– el teatro comunitario, como todo arte que se precie de tal, resignifica palabras, signos, y da batalla en el campo del discurso. El ejemplo que surge más rápidamente para ilustrar esta afirmación, es el modo en que el teatro comunitario vive y da sentido a la palabra “vecino”. Cuando cualquier integrante de un grupo de teatro comunitario dice “vecinos”, alude –porque su cuerpo y su experiencia grupal lo atestiguan– a personas que construyen e imaginan, que habitan y resemantizan el espacio público, que saben que juntas se cuidan las unas a las otras, etc. Cuando, en cambio, cierto discurso hegemónico, hoy muy en boga, dice la palabra “vecinos”, habla de inseguridad, de individualismo, quiere aludir al “sálvese quien pueda”, frase que en los 90 se metió en la carne de los ciudadanos hasta casi convertirse en su propia naturaleza y cuyas consecuencias todavía hoy padecemos. Se trata, entonces, de una clara lucha en medio del ring en el que se pelea por el sentido del discurso.

Esta mirada distinta y en permanente pugna puede extenderse a innumerable cantidad de vocablos en los que laten resonancias diferentes. ¿De qué habla aquel discurso, que es dominante en ciertos ámbitos, cuando dice “alegría”, cuando dice “juego”? ¿De qué habla el teatro comunitario – esto es, de qué hablan cientos y cientos de vecinos– cuando pronuncian estas palabras?

Sí: es cierto que el arte en general (no sólo el comunitario) deshace, muchas veces, las certezas (y en ese sentido también resignifica palabras) y que muchos artistas están habituados a imaginar fuera de los límites de lo dado. Es maravilloso que así sea. Pero lo innovador del teatro comunitario es que en él está incluido cualquiera que lo desee. No es novedad que en el campo del lenguaje transcurre una lucha. Pero el teatro comunitario, del que participan muchísimas personas, recupera, con su práctica, viejas resonancias y a su vez llena de nuevos sentidos al discurso. ¡Vaya si eso también es político!

¿Qué pasó de 2001 a 2010? Fundamentalmente, hubo una enorme multiplicación de aquello que estaba en el origen, una multiplicación cuyas consecuencias (si pensamos en lo enunciado unos renglones más arriba respecto de qué es lo transformador del teatro comunitario) son directamente proporcionales a la cantidad de vecinos que forman parte de esta gran movida y a los matices de identidad propios de cada uno de los grupos.

En Buenos Aires existen en la actualidad, además de Catalinas Sur y el Circuito Cultural Barracas, nueve grupos más de teatro comunitario, a saber: Alma Mate de Flores, Boedo Antiguo, El Épico de Floresta, Grupo de Teatro Comunitario de Pompeya, Los Pompapetriyasos de Parque Patricios, Los Villurqueros, Matemurga de Villa Crespo, 3,80 y crece, de La Boca, y Res o no Res, de Mataderos. Hablamos de grupos muy numerosos, de entre 25 y 60 integrantes, cuya actividad repercute, además de en quienes participan activamente, en la comunidad de su barrio, y crea vínculos con instituciones locales, así como genera un público nuevo de cientos de espectadores.

Todos estos grupos están ligados entre sí por una red nacional, que incluye a los más de 30 que existen hoy en el país, gran parte de los cuales se reúne una vez al mes y mantiene comunicación permanente con aquellos integrantes que, por motivos de distancia geográfica, no pueden asistir a las reuniones. En ese marco comparte problemáticas y las debate, organiza encuentros nacionales o locales, transmite experiencias, por sólo nombrar algunos de sus objetivos.

Una década atrás esto no existía. Hoy hay un enorme movimiento que está en plena ebullición. Las circunstancias y el contexto político no son los mismos, pero el fenómeno crece.

Lo que en estos años no ha sido proporcional a este considerable crecimiento es el apoyo del Estado, con excepción de un hecho, por cierto, digno de destacar, que es la instauración de un concurso para teatro comunitario creado por el Instituto Nacional del Teatro, que se hace desde 2008 y que toma en cuenta las características específicas de esta práctica. Este concurso permite que, alternadamente, diferentes grupos se puedan equipar o desarrollen proyectos de crecimiento, los cuales, sin ese apoyo, tardarían mucho más tiempo en concretarse. En la provincia de Buenos Aires, no hace mucho tiempo, se sancionó la Ley Provincial de Teatro, cuya puesta en práctica implicará un estímulo para los grupos de esa región. La Ciudad de Buenos Aires, en cambio, si bien ha subsidiado en algunas ocasiones ciertos proyectos, no tiene una instancia permanente de apoyo. Cabe destacar que muchos de estos grupos trabajan de manera completamente autogestiva y obtienen logros increíbles. ¡Cuánto más podrían construir si fueran subsidiados!

Para terminar, hay algo notable que ha sucedido, y es que ciertos rasgos, cierto modo de ver la vida de los años previos a la dictadura de los 70, características e historia inevitablemente impregnados en la existencia de Adhemar Bianchi y Ricardo Talento –directores respectivamente del Grupo de Teatro Catalinas Sur y del Circuito Cultural Barracas–, han pasado (resignificados, por cierto, reelaborados), a nuevas generaciones. Básicamente, al afirmar esto hablamos de que, inmersas en la vivencia de esta práctica, muchas personas han recuperado la sensación de que es posible modificar la realidad. Claro que no de un modo directo, claro que no de un modo inmediato. Pero el arte, en el caso del teatro comunitario, ha comenzado a mover y a transformar la subjetividad de muchos vecinos que, en este marco que les da el espacio para crear, jugar y construir con otros, ven concretamente modificada la propia vida y la de muchos de sus pares y atraviesan umbrales que, en soledad y sin esta práctica, jamás hubieran cruzado.

No hay comentarios: